miércoles, 30 de septiembre de 2015



Afuera hace frío...

Son las cuatro de la mañana y estoy en una panadería, afuera hace frío. Pido un té turco y me dispongo a esperar 30 minutos la llegada del autobús. La mujer que me atiende debe tener mi edad, se levanta todos los días a las dos de la madrugada y desde hace dos semanas cubre el turno también de su compañera. Es un trabajo duro, me cuenta,  y sólo gano cinco euros por hora. Pero tengo dos hijos y un marido enfermo. Identifico sus ganas de hablar, su deseo de huir o cambiar de color y forma como lo hace el pan que ella mete al horno. 

No quiero, no hay motivo, pero me siento mal. En media hora me iré, la dejaré cuando apenas su día laboral comienza y el mío termina. Llegaré a casa y  gracias a dios, pienso para mis adentros, no tengo que mantener a un marido enfermo. Me siento ruín por alegrarme. Pero lo hago. La pantalla me alerta que mi autobús llega en un minuto, me despido y quisiera decirle a la mujer que renuncie a tanta responsabilidad. No digo nada, sonrío y le deseo un buen día.

Llego a casa, me preparo mi taza de avena con agua, porque no tengo leche. Yo también vivo en los márgenes...Por ahora, a dormir, me tranquilizo yo misma. Fue un buen día, me encontré con una amiga, estuve en el concierto de Los Jaigüey, me divertí mucho y los entrevisté. Al final, me pasó como en las fiestas de mi adolescencia, alguien me invitó a bailar y me pidió mi número telefónico. Ya en la cama y con la certeza de que no tendré que madrugar, recuerdo que mañana debo recoger a mi hijo y buscar algún entretenimiento al alcance de mi bolsillo. Apago la luz y, aunque no quiero, me estremece mi soledad.