Afuera hace frío...
Son las cuatro
de la mañana
y estoy en una panadería, afuera hace frío. Pido un té turco y me dispongo a
esperar 30 minutos la llegada del autobús. La mujer que me atiende debe tener
mi edad, se levanta todos los días a las dos de la madrugada y desde hace dos
semanas cubre el turno también de su compañera. Es un trabajo duro, me cuenta, y sólo
gano cinco euros por hora. Pero tengo
dos hijos y un marido enfermo. Identifico sus ganas de hablar, su deseo de
huir o cambiar de color y forma como lo hace el pan que ella mete al horno.
No
quiero, no hay motivo, pero me siento mal. En media hora me iré, la dejaré
cuando apenas su día laboral comienza y el mío termina. Llegaré a casa y gracias a dios, pienso para mis adentros, no
tengo que mantener a un marido enfermo. Me siento ruín por alegrarme. Pero lo
hago. La pantalla me alerta que mi autobús llega en un minuto, me despido y
quisiera decirle a la mujer que renuncie a tanta responsabilidad. No digo nada,
sonrío y le deseo un buen día.
Llego a casa,
me preparo mi taza de avena con agua, porque no tengo leche. Yo también vivo en
los márgenes...Por ahora, a dormir, me tranquilizo yo misma. Fue un buen día,
me encontré con una amiga, estuve en el concierto de Los Jaigüey, me divertí mucho y los entrevisté. Al final, me pasó
como en las fiestas de mi adolescencia, alguien me invitó a bailar y me pidió
mi número telefónico. Ya en la cama y con la certeza de que no tendré que madrugar,
recuerdo que mañana
debo recoger a mi hijo y buscar algún entretenimiento al alcance de mi
bolsillo. Apago la luz y, aunque no quiero, me estremece mi soledad.