¡Siempre me enamoro!
Lo supe en ese momento y lo sé
ahora que te cuento todo. El argumento es el mismo desde hace diez años, no sé
cómo pasa, de dónde salen, sólo que me enamoro irremediablemente. Se llamaba
Tomas, era polaco y sería mi huésped por una semana. Pero a las dos horas ya
estábamos cenando juntos. Durante esos días hablamos cada noche en mi balcón.
Le hablé de mi padre y mi infancia y de mi abuela también. Él me contó de
cuando tenía veinte años, su trabajo en Londres como albañil y su sueño de ser
profesor en su ciudad natal. Y una noche después de preguntar mi edad me
confesó su deseo de ser padre. Lo escuché y le entregué un hijo mientras
llenaba su copa de vino.
Yo le hablé de mi gran amor por
Francisco. Le conté mis noches de insomnio, mis actos suicidas. Me sonrió
llenando la copa nuevamente. El último día comencé a escribir más temprano de
lo habitual, hice algunas llamadas, mandé E-mails y me dieron ganas de cocinar
para él. Se lo propuse en un mensaje de teléfono y a la media hora recibía su
voz, una afirmación que me llenó de deseo.
La vida se me abría, quería
verlo, estar con él. Comencé a preparar la comida y para ese momento ya era un
manojo de emociones: las piernas me temblaban, no escuchaba bien, me sentía
atormentada por sus movimientos, sus palabras. Comenzamos y él me ayudaba en la
cocina, me daba el agua, me ponía la sal en las manos. De vez en cuando también
me daba trocitos de pan en la boca para que la espera no me robara el placer,
me decía. Yo lo miraba de reojo, lo miraba cuando me miraba y cuando no lo
hacía también.
Fingía concentrarme pero
mis ojos sólo seguían el movimiento de sus labios. Mi cabeza repetía una única
frase: me gusta. Nos sentamos a comer y los halagos no se hicieron esperar.
- Está buenísima tu comida- dijo.
Y yo me apropié, sin más, del adjetivo. Lo cogí suavemente para no romperlo con
mis ganas, pero sus palabras ya habían caminado y se me habían derramado en el
vientre. Terminamos y él lavó todo. Me preparaba para salir cuando lo descubrí
detrás de mí, preguntándome si una camisa sería adecuada para la fiesta. Su
cuerpo detrás me enloquecía de tal modo que tuve que voltear rápidamente y
recargarme en la mesa. La pregunta me secaba la boca. Salimos de casa y él iba
como a mí me gusta que se vistan los hombres. Era delgado, llevaba ropa bonita,
olía bien. Caminábamos tan cerca uno del otro que nuestras manos se rozaban
constantemente. Llegamos y aunque él no conocía a nadie, pronto se hizo el
centro y hablaba con todos. Decidimos irnos pronto, sin ponernos de acuerdo,
porque los dos sabíamos cuál era el destino.
- Qué no ves que las horas se nos
pegan malévolas y no podemos detenerlas.
Lo miré en la estación, mientras
esperábamos el tren. Evitaba que Tomas me leyera el deseo pero su cuerpo ya lo
había hecho. Lo volví a mirar con tanta fuerza que supe que no habría regreso.
Me supe dentro, había caído nuevamente en mi trampa. Lo sabía y me tiré al
precipicio. La necesidad de tener su cuerpo me volvía torpe.
Me miró también, me encontró en
el preciso momento y nos besamos. Ya nada podía hacerse. Sólo me importaba que
su boca estuviera cerca, el olor que me llevaba a su camisa iba subiendo a su
cuello -era tan suave- y quemaba su cercanía.
En la calle, de regreso a casa,
me cogió la mano. La suya era grande y sus dedos pétalos largos que me rozaban.
Me gustaba su beso, fuerte y delicado al mismo tiempo. Llegamos a casa y nos
besamos mucho rato. Parecía no tener prisa. Era la representación de la
felicidad, estaba ahí y nos amábamos como si fuera la primera vez en nuestras
vidas. Yo lo anhelaba y me preguntaba cómo se podía amar tanto a un hombre que
apenas conocía. Después de mucho dormí o lo intenté abrazada a su espalda.
Cuando me quedé dormida sonó el despertador y fui testigo de mi desgracia. No
hacía falta reprocharse nada.
La rutina del siguiente día es la
misma también, no ha cambiado. Siempre me levanto antes que se vayan, me
preparo un café y los despido sonriendo. Viene la promesa de siempre. ¡Nos escribiremos
pronto! Me recargo en la puerta, sostengo con fuerza mi taza y no permito que
asome la tristeza. Lo demás me lo imagino o lo recuerdo de otra manera. Después
de cerrar aprieto fuertemente mis ganas de quejarme como una niña y mirar al
cielo para buscar una respuesta, que no llega. Una vez más, nadie
pudo salvarme.