miércoles, 11 de noviembre de 2015

¿Y tú en qué trabajas?

¿Qué vamos hacer hoy Sandra? Me lo pregunto como si no estuviera sola, como si fuéramos un equipo, yo y mi desempleo. Ayer por la tarde llamé a una amiga proponiéndole almorzar juntas el día de hoy; pensé que, ya que se quedaría en casa a causa de una gripa horrible, le vendría bien una visita.
 
Hoy por la mañana descubrí un mensaje suyo en mi teléfono, cancelaba el desayuno porque había decidido -con gripa y todo- ir al trabajo. Lo lamenté porque ya me había hecho ilusiones de hablar con ella; sin embargo, lo que más me sorprendió no fue su acuciante responsabilidad para con el trabajo, sino la recomendación que me hacía al final: “Desayuna rico y aprovecha -mientras puedas- para levantarte tarde, porque cuando tengas un trabajo ya no será posible”. Como si al no tener trabajo tampoco tuviera obligaciones ni cosas que hacer. Se me ocurrió pensar en la reacción de un enfermo en el hospital, si la enfermera le dijera con tono amargo: “Oiga, aproveche el tiempo ahora que tiene que estar en la cama, póngase a leer. Después cuando esté usted sano ya no tendrá tiempo de hacerlo”. ¿A quién carajo le importa leer cuando lo que se quiere es abandonar la cama y caminar por su propio pie? Comentarios como esos los recibo a diario, a veces de amigos, de mis vecinos, o de conocidos; todos llevan en sus espaldas la fantasía de que yo soy muy afortunada por tener tiempo libre. El otro día por ejemplo, mi vecino -que es bastante amable- me decía, con gran orgullo y casi a gritos, que su trabajo no tenía nada que ver con sus sueños ni sus estudios, pero que cobrar el desempleo no era lo suyo. Que por eso, y sólo por éso, trabajaba como vendedor. Me repetía fervientemente que él tenía dos brazos y dos piernas y que era joven; no mencionó ni enumeró que tenía también dos ojos y dos orejas y una boca fanfarrona que le permitía patinar -sin caerse- sobre las palabras; pero lo de los brazos y piernas lo mencionó más de una vez. Yo, rápidamente, no sin cierta angustia, me miré de arriba a abajo y me descubrí también tremendas cualidades, pero sin el trabajo de vendedora los dos días a la semana. Yo no estoy feliz de ser desempleada, es una condición bastante desfavorable. No obstante, y pese a que nadie me paga directamente por hacerlo, sí es una actividad en la que invierto mucho tiempo, eso sin tomar en cuenta el desgaste emocional, por aquello de que cada solicitud enviada significa una ilusión. Sin embargo no puedo decir que trabajo, porque no gano dinero por hacerlo. Así que de acuerdo a esa lógica “trabajo- dinero” yo no trabajo. Nadie tampoco me consuela cuando recibo un “Lo sentimos mucho, la selección fue muy difícil y usted no está dentro. No se lo tome personal. ¡Mucho éxito en las próximas ofertas!” Resulta bastante marginal también, ya que secretamente siempre pienso que no me dieron el trabajo porque soy muy mala. Cuando se es desempleado, las fiestas, las reuniones y cualquier sitio donde la gente se presenta por primera vez resultan angustiantes. La primera pregunta casi siempre es: “Y tú, ¿en qué trabajas?”. Por otra parte, la gente da por hecho de que al ser desempleada yo descanso todo el día en mi casa, que disfruto de mi tiempo libre, que puedo hacer lo que yo quiera. Debo decir también que no voy por ahí contando cuántas solicitudes envío a la semana, ni el tiempo que dedico a la preparación de mi programa de radio, ni sobre la búsqueda de editorial para mi poemario. ¿Quizás debería comenzar a hablarlo? Pero, a quién demonios le importa eso, pienso yo. Por cierto, hoy envié otra solicitud y para variar también estoy ilusionada. Vamos a ver ahora qué me dicen. Por el momento lo que sí me alegra es poder compartir una nueva entrada en esta oficina virtual donde, dicho sea con alegría, sí se trabaja, aunque llegado el fin de mes no tenga dinero en mi cuenta.
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