lunes, 15 de febrero de 2016

Siempre me enamoro



¡Siempre me enamoro!
Lo supe en ese momento y lo sé ahora que te cuento todo. El argumento es el mismo desde hace diez años, no sé cómo pasa, de dónde salen, sólo que me enamoro irremediablemente. Se llamaba Tomas, era polaco y sería mi huésped por una semana. Pero a las dos horas ya estábamos cenando juntos. Durante esos días hablamos cada noche en mi balcón. Le hablé de mi padre y mi infancia y de mi abuela también. Él me contó de cuando tenía veinte años, su trabajo en Londres como albañil y su sueño de ser profesor en su ciudad natal. Y una noche después de preguntar mi edad me confesó su deseo de ser padre. Lo escuché y le entregué un hijo mientras llenaba su copa de vino.
Yo le hablé de mi gran amor por Francisco. Le conté mis noches de insomnio, mis actos suicidas. Me sonrió llenando la copa nuevamente. El último día comencé a escribir más temprano de lo habitual, hice algunas llamadas, mandé E-mails y me dieron ganas de cocinar para él. Se lo propuse en un mensaje de teléfono y a la media hora recibía su voz, una afirmación que me llenó de deseo.
La vida se me abría, quería verlo, estar con él. Comencé a preparar la comida y para ese momento ya era un manojo de emociones: las piernas me temblaban, no escuchaba bien, me sentía atormentada por sus movimientos, sus palabras. Comenzamos y él me ayudaba en la cocina, me daba el agua, me ponía la sal en las manos. De vez en cuando también me daba trocitos de pan en la boca para que la espera no me robara el placer, me decía. Yo lo miraba de reojo, lo miraba cuando me miraba y cuando no lo hacía también. 
Fingía  concentrarme pero mis ojos sólo seguían el movimiento de sus labios. Mi cabeza repetía una única frase: me gusta. Nos sentamos a comer y los halagos no se hicieron esperar.
- Está buenísima tu comida- dijo. Y yo me apropié, sin más, del adjetivo. Lo cogí suavemente para no romperlo con mis ganas, pero sus palabras ya habían caminado y se me habían derramado en el vientre. Terminamos y él lavó todo. Me preparaba para salir cuando lo descubrí detrás de mí, preguntándome si una camisa sería adecuada para la fiesta. Su cuerpo detrás me enloquecía de tal modo que tuve que voltear rápidamente y recargarme en la mesa. La pregunta me secaba la boca. Salimos de casa y él iba como a mí me gusta que se vistan los hombres. Era delgado, llevaba ropa bonita, olía bien. Caminábamos tan cerca uno del otro que nuestras manos se rozaban constantemente. Llegamos y aunque él no conocía a nadie, pronto se hizo el centro y hablaba con todos. Decidimos irnos pronto, sin ponernos de acuerdo, porque los dos sabíamos cuál era el destino.
- Qué no ves que las horas se nos pegan malévolas y no podemos detenerlas.
Lo miré en la estación, mientras esperábamos el tren. Evitaba que Tomas me leyera el deseo pero su cuerpo ya lo había hecho. Lo volví a mirar con tanta fuerza que supe que no habría regreso. Me supe dentro, había caído nuevamente en mi trampa. Lo sabía y me tiré al precipicio. La necesidad de tener su cuerpo me volvía torpe.
Me miró también, me encontró en el preciso momento y nos besamos. Ya nada podía hacerse. Sólo me importaba que su boca estuviera cerca, el olor que me llevaba a su camisa iba subiendo a su cuello -era tan suave- y quemaba su cercanía.
En la calle, de regreso a casa, me cogió la mano. La suya era grande y sus dedos pétalos largos que me rozaban. Me gustaba su beso, fuerte y delicado al mismo tiempo. Llegamos a casa y nos besamos mucho rato. Parecía no tener prisa. Era la representación de la felicidad, estaba ahí y nos amábamos como si fuera la primera vez en nuestras vidas. Yo lo anhelaba y me preguntaba cómo se podía amar tanto a un hombre que apenas conocía. Después de mucho dormí o lo intenté abrazada a su espalda. Cuando me quedé dormida sonó el despertador y fui testigo de mi desgracia. No hacía falta reprocharse nada.
La rutina del siguiente día es la misma también, no ha cambiado. Siempre me levanto antes que se vayan, me preparo un café y los despido sonriendo. Viene la promesa de siempre. ¡Nos escribiremos pronto! Me recargo en la puerta, sostengo con fuerza mi taza y no permito que asome la tristeza. Lo demás me lo imagino o lo recuerdo de otra manera. Después de cerrar aprieto fuertemente mis ganas de quejarme como una niña y mirar al cielo para buscar una respuesta, que no llega. Una vez más, nadie pudo salvarme.